Si nunca desaparecieran las gotas de rocío en Adashino, si se mantuviera siempre inmóvil el humo sobre la colina de Toribey viviésemos eternamente, sin cambio ni transformación, ¿nos conmovería el frágil y delicado encanto de las cosas? Las cosas son bellas precisamente porque son quebradizas y pasajeras. La efímera no llega a ver la noche del día en que nació. ¿Y no muere la cigarra del estío sin conocer la primavera ni el otoño?
¡Qué afortunados los que puedan vivir despacio y despreocupados aunque sea un solo año! Pero si uno no se siente insatisfecho y no se conforma con el paso de lashoras, todo el tiempo, aunque viva mil años, le parecerá tan breve como una noche, como un sueño.
No podemos vivir para siempre en este mundo. ¿Qué sentido tiene, por tanto, esperar la decrepitud de la vejez? Cuanto más larga es la vida, tanto mayor es la confusión. Morir antes de cumplir los cuarenta es el mejor modo de vivir sin tener que saborear la vergüenza. Pasada esa edad, uno ya no se ruboriza de su fealdad y no ve objeción para alternar con uno u otro. En el ocaso de sus días uno mima a sus hijos y nietos, y desea algunos años más para verlos prosperar. El apego al mundo es cada vez mayor, más arraigado, mientras se va perdiendo la capacidad para sentir el encanto de las cosas frágiles y efímeras. ¡Qué lástima!
Pensamientos al vuelo, Yoshida Kenkō (traducción de Justino Rodríguez, Editorial ERRATA NATURAE 2019)